Dzerzhinski y Rossol

Yuri Guerman

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En la cárcel de Sedléts compartía la celda con Antón Róssol. La tuberculosis cumplía su cometido con una rapidez despiadada. Róssol se moría. Apenas si podía levantarse del camastro de tablas que hacía en la celda las veces de cama, y por las noches tenía vómitos de sangre que le arrebataban sus últimas energías. Antón había perdido por completo el apetito. Durante horas y más horas yacía inmóvil, puestos los ojos en la sucia pared, pensando siempre en lo mismo. Era duro morir a los veinte años.

Era insoportablemente terrible morir en la cárcel, lejos de los familiares y de los amigos íntimos, tras una reja, oyendo el metálico chocar de los grilletes, los roncos insultos de los carceleros y los gritos de los camaradas a quienes sacaban de sus celdas para ejecutarlos.

Sí, era terrible morir en la cárcel en primavera, cuando tras el enrejado ventano de la celda florecían los castaños, el cielo era cada día más azul, más diáfano, y el aire de la calle, tan fresco y puro. La crueldad humana no puede compararse con nada. Claro que a Róssol hubieran podido ponerle en libertad bajo fianza, y quizás en el campo, rodeado de verde hierba, tomando leche recién ordeñada, se podría salvar, escaparía de las garras de la muerte. Y si no se salvaba, por lo menos abrigaría la esperanza de seguir viviendo. Pero no lo ponían en libertad basándose en que no tenía salvación y que en la calle no podría hacer más que morirse. Y eso podía hacerlo en la cárcel muy bien y con provecho para el Estado, ya que, antes de expirar, quizás se asustara y dijera lo que no había querido decir hasta entonces; quizás diera algunos nombres, permitiera hacer carrera al capitán de gendarmes encargado de su asunto y le ayudara a poner a la sombra a una buena tanda de gente de la que odiaba a la autocracia.

Por eso lo tenían en la cárcel. Las piernas se negaban a sostenerle, no podía andar, pero no lo soltaban. En la puerta de la celda había un gran candado, y durante el día se abría infinidad de veces la mirilla: el carcelero vigilaba si el tuberculoso Róssol no estaba abriendo una galería o limando los barrotes del ventano. A veces perdía por completo las fuerzas, pero el capitán de gendarmes le interrogaba siempre en presencia de un número por la sencilla razón de que aquel hombre no tenía nada que perder, era, por lo tanto, capaz de cualquier cosa y había que tomar con él determinadas precauciones. Por las noches le daban penosos vómitos de sangre, y Oberiujtin, el médico celular, que escribía en las revistas articulillos acerca de los casos de simulación, había dejado de interesarse por el enfermo y de visitarle, pues había podido cerciorarse de que Róssol no simulaba nada. Róssol no quería ir al hospital. Había estado ya allí casi dos semanas y había solicitado él mismo que lo volvieran a llevar a la celda. El hospital era más terrible todavía. Se estaba allí tan monstruosamente mal, que Antón se limitó a hacer un ademán muy elocuente cuando Dzerzhinski le preguntó por qué había vuelto. Sí, dio un manotazo en el aire, se tendió en su camastro, cerró los ojos y dijo: – Aquí se está como en el paraíso. ¡Cómo sería el hospital aquel si Antón consideraba la celda un paraíso! Una tarde, Róssol dijo de pronto: – Quizás todo esto me venga de la paliza. – ¿De qué paliza? -preguntó Dzerzhinski, sin comprenderle. – ¿No te lo he contado nunca? – No…- Un día -comenzó pausadamente Róssol-, antes de que te encerraran a ti, vino a verme el director de la cárcel. Entró, tomó asiento y se puso a hablar conmigo. Me preguntó qué tal me sentía y luego empezó a perorar. Yo le escuchaba en silencio. El hombre razonaba en torno a la autocracia, afirmaba que el zar era bueno, que la revolución era mala…

Ya sabes lo que suelen decir ésos… ¡Vete al cuerno!», pensaba yo, sin ganas de discutir con él. En fin, terminó preguntándome qué haríamos con él si la revolución triunfaba. Creía que estaba bromeando, que no hablaba en serio, pero le miré y vi que me equivocaba, que hablaba con toda seriedad. Sus ojos reflejaban un profundo interés. Yo eché la cosa a broma…Perdone -le dije-, pero ¿qué podemos hacerle nosotros? Su grado es muy alto, ocupa usted un puesto de importancia… «Déjese de bromas -me dijo- , se lo pregunto en serio. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir? Me interesa mucho conocer mi futuro, soy padre de familia, tengo hijos, y debo estar al corriente de las perspectivas». Así lo dijo: «estar al corriente de las perspectivas». – ¿Y qué? -preguntó Dzerzhinski. – Lo eché otra vez a broma, pero, cuanto más bromeaba, mayores eran los deseos que sentía de decirle lo que pensaba. ¿Me comprendes? – ¡No faltaría más! -se sonrió Dzerzhinski. – Bien, sigo. Le dije que preguntara a otros, pues yo moriría antes de eso, pero me daba cuenta de que iba a decírselo sin falta, que iba a darme ese gusto, aunque me costara muy caro, aunque tuviera que pagar mucho por esa pequeña alegría. Y me lo di. – ¿Cómo fue eso? – Muy sencillamente. Se lo dije con mucha cortesía, con suavidad y delicadeza, casi como a un amigo. “Mire su señoría, le fusilaremos sin falta, cueste lo que cueste. No se moleste usted porque le diga la verdad, usted mismo me lo ha preguntado, no he sido yo quien ha comenzado esta cordial conversación». Pero, imagínate, el tipo volvió a la carga… ¿Es esa -me preguntó- su opinión personal o la de usted y de todos sus camaradas?» – ¿Y para terminar ordenó que te dieran una paliza? – No fue en seguida, continuamos hablando de temas científicos relacionados con las prisiones. Estuvimos largo rato conversando y fue al despedirse cuando me dijo que me prescribía cien azotes para que no me envaneciera y no pensara que la revolución estaba muy cerca y ajustaríamos las cuentas a algunos. Añadió que había un magnífico proverbio ruso que debía siempre tenerse bien presente: «No escupas en el pozo cuya agua quizás hayas de beber». Le respondí que yo conocía un refrán que en nada le cedía: «Escupe en el pozo, que no has de beber su agua». Dzerzhinski se echó a reír.- ¿Te zurraron? – Pues claro…- ¿Fueron cien los azotes?- No sé, no lo recuerdo. Al principio los contaba, pero luego me desmayé. Guardaron silencio unos minutos. Luego, Róssol dijo: – Quizás la paliza haya sido la causa de todo. Puede que fuera ella, y no la enfermedad, lo que me ha puesto tan débil. Puede que me hayan estropeado algo dentro y que esto no sea tuberculosis. ¿Qué crees? Róssol confiaba en que, si lo ponían en libertad, si respiraba aire fresco y puro, bebía leche, permanecía en el campo, rodeado de verdor, lo cuidaban bien y tomaba el sol, se repondría y viviría mucho, hasta los cien años. Con toda la fuerza y pasión de que era capaz, Dzerzhinski sustentaba este sueño de Róssol en su restablecimiento, lo sustentaba con tanto fuego y tan en serio, que a veces él mismo creía que ambos vivirían muchos años y trabajarían largo tiempo hasta la revolución y después de ella, que lo cambiaría todo y haría el mundo mejor, más libre, más justo. Hablaba largo y tendido a Róssol de la ciencia, le decía que la medicina avanzaba con botas de siete leguas y que al descubrimiento de Pasteur podían seguir otros tan importantes o más. Cualquier día, decía, aparecería un sabio que libraría al mundo de la tuberculosis, haciendo de ella un fantasma tan lejano como eran ya las viruelas. Róssol se levantaría, sanaría, trabajaría, sería recluido en cárceles, se fugaría de ellas, se pelearía con los carceleros, en fin, viviría la vida que él mismo había elegido. Róssol le escuchaba con desconfianza, pero muy atento, como si permitiera que le persuadiesen de lo que no creía, pero tanto quería creer. Por lo común, aquellas conversaciones mejoraban el humor de Róssol.

Se sentía más tranquilo, más seguro, sus pálidos labios sonreían, y en sus ojos aparecía la expresión atrevida, obstinada e infantil que tanto agradaba a Dzerzhinski. Dzerzhinski entregaba todas sus energías y pensamientos a Róssol. No dormía de noche, al darse cuenta, en medio de la oscuridad de la celda, de que Antón no podía conciliar el sueño. Fingía padecer insomnio, procuraba distraer al enfermo, conversando con él, le contaba jocosos lances y se reía él mismo, aunque no sentía deseo alguno de reírse ni de hablar, aunque se caía de sueño, pues estaba cansado de las penosas jornadas carcelarias, del enfermo, a veces irascible e injusto, de los esfuerzos que tenía que hacer para conseguir en la cárcel, con su monstruoso régimen, un pedazo de hielo cuando a Antón le daban los vómitos, un poco de agua salada o caliente, algún medicamento o un trapo limpio. Pero ¿qué se podía hacer?… ¿Dejar a aquel hombre enfermo, que se moría, a solas con su pena, sus temores, sus sufrimientos? Dzerzhinski se sentaba a los pies del camastro de Antón, en la oscura y fétida celda, y decía animado y alegre: – ¿No duermes? ¡Me alegro! Yo tampoco puedo. Llevo echado no sé cuánto tiempo y no logro pegar ojo… El sueño no acude…- ¿Por qué no puedes dormir? -le preguntaba suspicaz Antón. – No lo sé -respondía Dzerzhinski-. Ya sabes lo que es el sueño de la cárcel. – Yo, cuando estaba sano, dormía perfectamente hasta en la cárcel. La voz de Róssol denotaba su irritación, y Dzerzhinski percibía en su tono que buscaba algo en que pudiera desfogarse. – Dormía perfectamente en cualquier sitio – continuaba Róssol, exasperándose más y más-, pero ahora que estoy enfermo, no puedo… Sin embargo, no le pido a nadie… -su voz adquiría un acento metálico-, no le pido a nadie que deje de dormir por mí. Todo lo contrario, pido a quien sea que duerma y no se estropee la noche y esté todo el día siguiente de mal humor. Lo único que pido es que me dejen en paz. ¡Sí, que me dejen en paz, y nada más!

La voz de Róssol se quebraba, vibrante, en una nota muy alta, y sus palabras, húmedas de lágrimas, denotaban dolor porque no había logrado cerrar los ojos ni un solo instante, mientras que Dzerzhinski había dormido y no había oído que él quería beber y la jarra se le había escapado de las manos, no había podido levantarla y seguía sin haber podido aplacar su sed…- ¿Por qué no me llamaste? -Porque sé que estás harto, que te tengo martirizado… Pero no puedo más, no puedo, no me quedan fuerzas para…- No digas tonterías, Antón… – No son tonterías. Efectivamente, me pongo insoportable con mis caprichos y mis rarezas, pero si supieras lo que sufro, las ansias que tengo de vivir, lo cansado que estoy de tanto pensar en la muerte, en que pronto, muy pronto, dejaré de existir y no quedará de mí más que polvo, cuando aún no he podido hacer nada, absolutamente nada… Acometido por la debilidad, lleno de angustia, Róssol lloraba larga y penosamente, hundida la cara en la dura almohada de paja, las lágrimas lo ahogaban, buscaba a tientas en la oscuridad la mano de Dzerzhinski, la apretaba y decía con un hilo de voz: – Dime, ¿qué debo hacer? ¿En qué puedo confiar? ¡Ayúdame! Y no me desprecies, no creas que soy un cobarde, una nulidad… Estoy enfermo, todo ocurre por la enfermedad, yo no tengo culpa, no tengo ni pizca de culpa. Di, ¿tú comprendes que no tengo la culpa yo? – Claro que lo comprendo -respondía Dzerzhinski sinceramente, muy convencido-. Naturalmente. Eso pasará, todo pasará en cuanto te repongas… Y lo mismo que la víspera, lo mismo que dos días antes, le decía lo que harían cuando Antón se pusiera bien. Saldrían juntos de la cárcel, irían a bañarse al río, luego pasearían por el bosque y cenarían allí mismo, en una vieja hostería que había en un cruce de caminos…

Dzerzhinski hablaba y veía brillar en la oscuridad los ojos de Róssol, en ellos se encendía el ansia de vivir, un apasionado deseo de ir al bosque, al río, a la hostería, a la ciudad, en la que vivía mucha gente, tocaba la música y no había rejas tras las que hasta los amaneceres primaverales parecían tristes y sombríos; irían adonde no hubiera grilletes, ni celadores, ni largas y fatigosas noches de reclusión… – Iríamos a un café -decía Róssol-. Te has olvidado del café. Elegiríamos uno bien elegante, ¡qué diablos!, uno de esos en los que toca alguna orquesta. Nos sentaríamos a la mesa como dos señorones y pediríamos todo lo que se pudiera pedir. ¡Ni siquiera puedo imaginarme lo que pediríamos! Dzerzhinski escuchaba a Antón y decía chistes para hacer que en aquellos labios resecos apareciera una sonrisa, por débil que fuese. Sí, hablaba de esto y lo de más allá y pensaba en algo completamente distinto. Pensaba en que Róssol, enfermo, débil, moribundo, era más fuerte que miles de hombres rebosantes de salud. ¡Qué fuerza de voluntad tan gigantesca, tan sobrehumana había que poseer para amar la libertad y la vida como las amaba Antón y verse en la situación en que se veía, sabiendo que le bastaría con decir lo más mínimo al capitán de gendarmes, que bastaría con que diera un hilo al que el otro pudiera agarrarse, y enseguida, aquel mismo día, lo pondrían en libertad y podría ir al bosque, al río, a la hostería, adonde quisiera!… Pero lo tenían recluido y no lo juzgaban porque abrigaban la esperanza de que se acobardara y les dijera todo lo que sabía, con tal de que lo pusieran en libertad, con tal de salir a la calle. Juzgarlo no les parecía conveniente, pues tendrían que llevarlo a la vista de la causa en camilla, como lo llevaban a los interrogatorios. Deportarlo a Siberia después del juicio tampoco convenía. Pero lo principal era que el tribunal podía absolverle. Sí, lo mantenían recluso creyendo que hablaría por fin. Pero Antón no hablaba. No decía una palabra, se sonreía con sonrisa obstinada y rebelde y respondía a todas las intimidaciones: – ¡Me importa un comino! ¡Un comino! Al decir esto, los ojos le relumbraban como a un lobezno. Una calurosa mañana, cuando dejó oír su voz el primer trueno de la primavera, Róssol dijo con tristeza: – Mañana podréis pasear metiéndoos en los charcos. ¡Con qué gusto me metería yo en los charcos! Lo dijo medio en serio y medio en broma, pero luego estuvo callado toda la tarde, oía el ruido de la lluvia, miraba los herrumbrosos barrotes del ventano y tosía. Cuando Dzerzhinski regresó al mediodía del paseo, Róssol le preguntó: – ¿Os habéis metido en los charcos? – Sí -respondió Dzerzhinski, sintiéndose como culpable de algo. – ¿Son grandes? – No mucho, regulares… – ¿Son hondos? -siguió inquiriendo Róssol. – Charcos corrientes -respondió Dzerzhinski y, para cambiar de conversación, le contó que el nuevo celador se había molestado porque los reclusos habían creído que pensaba acortarles el paseo. Pero Róssol no le escuchaba. – ¡Debo salir a la calle! -dijo con voz que no parecía la suya-, ¿comprendes, Jacek? A costa de lo que sea, pero debo salir. No puedo más. ¡Debo salir! Dzerzhinski lo miraba sin despegar los labios. – ¡Que me pongan en libertad! -dijo Róssol-. ¡Que me suelten! ¿Me oyes? Su voz denotaba una desesperación tan grande, que Dzerzhinski sintió un nudo en la garganta. – ¡Quiero salir a la calle! -dijo precipitadamente, casi a gritos, Róssol, incorporándose sobre un codo, mirando a la cara de Dzerzhinski con ojos casi enloquecidos-. Quiero salir a la calle a cualquier precio. La paciencia tiene su límite. ¡Como quieras, Jacek, pero ya no puedo más! ¡Sácame de la cárcel!

¡Al diablo!… Hubo que darle agua, pues se ahogaba. Parecía desconcertado, desquiciado. Sin saber él mismo lo que decía, debido a la compasión y la lástima, Dzerzhinski le prometió de pronto, sin poder evitarlo, que al día siguiente procuraría hacer de forma que saliera al patio a pasear. – ¿Yo? ¿A pasear? – Róssol no creía lo que había oído. – Tú, sí, tú -dijo Dzerzhinski. Comprendía perfectamente que Antón no podía salir al patio, pero, ¿qué se le iba a hacer?, lo había dicho sin pararse a pensar, y Róssol lo había tomado en serio, se había aferrado a la palabra «pasear». Quería creer que saldrían al patio, que vería el cielo, el sol, los castaños, la hierba, los charcos… – Mañana los charcos se habrán secado ya –le advirtió Dzerzhinski. Pero Antón no le escuchaba. Hablaba sin preguntar nada. Le daba miedo preguntar. Temía que, si preguntaba algo, se pondría en claro sin falta que no habría paseo alguno, que aquello era una ilusión, que lo había soñado. Dzerzhinski exclamaría: «¿Pero qué dices?, ¿de qué paseo me hablas?», y todo terminaría. Por eso Antón no preguntaba nada. Se limitaba a hablar del paseo, de que al día siguiente saldría al patio. Claro que pasear no podría, pero lo importante no era la palabra; descansaría al aire libre, tomaría el sol en el patio y, para celebrar el acontecimiento, se fumaría un cigarrillo; como solía decirse, de perdidos al río. Que los demás dieran vueltas y más vueltas como tontos; él se sentaría y contemplaría el cielo. Pero, no, no fumaría. Era una tontería fumar al aire libre. ¡No tenía sentido! Mejor sería que mordisqueara una brizna de hierba. ¡Dios santo, cuánto tiempo hacía que no había mordisqueado una brizna de hierba, cuando había afortunados que podían hacerlo todos los días!… Se sentaría en el suelo, sí, en el suelo, y los demás que dieran vueltas y más vueltas. ¡A él lo tenía aquello sin cuidado! Si pasaba un rato al aire libre, le entraría apetito. Y en cuanto comenzara a comer, la enfermedad desaparecería ella sola. Lo principal era el apetito, sí, el apetito, ¿cierto? La tuberculosis había que matarla con grasas, leche, crema… La tuberculosis temía los alimentos como el diablo el agua bendita. Y después del paseo… Cuando se acercaba ya la hora del paseo, Róssol que volvió hacia la pared y se tapó la cabeza con la manta. A la excitación que experimentara la tarde anterior habían sucedido la apatía, una postración muy grande y una indiferencia absoluta. Comprendía, por lo visto, que era necio que pensase en pasear y en ver los castaños; todo aquello eran ilusiones. En el transcurso de la mañana, Dzerzhinski lo había llamado varias veces, pero él no contestaba y se fingía dormido, aunque no dormía ni pensaba hacerlo. Poco antes de la hora del paseo, Dzerzhinski se acercó a él, tiró de la manta y, cuando Antón abrió los ojos, enfurecido, le dijo: – Vístete, no sea que hagamos tarde. – ¿Para qué voy a vestirme? – Vamos a pasear… Por un segundo, a lo sumo, Antón miró a la cara a Dzerzhinski, esforzándose por comprender si bromeaba. Vio que su compañero hablaba en serio. Claro, ¿acaso se podía gastar bromas tan pesadas? – No podré tenerme de pie -dijo-, me caeré. Y añadió, con acento culpable: – Estoy muy débil, Jacek. Las piernas no me aguantarán. – No tienes por qué andar -dijo Dzerzhinski-, ¿qué necesidad tienes de ello, cuando pienso llevarte a cuestas? Yo seré tus piernas, ¿estamos? – Sí -respondió Antón sumisamente, con el mismo acento contrito-, pero te vas a cansar mucho. – Vístete y no hables tanto -le ordenó Dzerzhinski- . Ya veremos si me canso o no. Antón se sentó en el camastro y se inclinó para alcanzar las botas, pero se desplomó en seguida sobre la almohada de paja: su debilidad era tan grande, que la cabeza le daba vueltas. Dzerzhinski levantó las botas, se sentó al lado de Antón y le pasó el brazo por los hombros, para que se sintiera más tranquilo, más seguro. – No es nada -balbuceaba Antón, tratando de calzarse las botas-, no es nada, ahora me pasará, ahora mismo. Me he levantado muy bruscamente.

Pero ya me siento mejor, ya va pasando…La emoción y la debilidad le perlaron la frente de sudor. No podía asir la oreja de la bota, no podía meter la pierna en la caña, no tenía ya fuerzas para nada. – No te apures tanto -le dijo Dzerzhinski con la voz más alegre y blanda que pudo modular-, no estás tan débil, es cosa de los nervios. Por eso no aciertas. Tranquilízate, no te apresures. Agarra las dos orejas de la bota y tira. ¿Ya? ¿Ves qué sencillo? Ahora ponte la otra bota. ¿Ya está! ¿Ves qué bien? Ponte ahora la blusa. ¿Dónde tienes la blusa? Dzerzhinski vestía a Antón aparentando que éste se vestía solo y él no participaba en nada y se limitaba a tranquilizarle, acercarle la ropa y entretenerle con su conversación. – ¿Ves qué bien? -decía-. Ya está listo. Ahora levántate, pero sin prisas, apóyate en mí y levántate. Así, bien, magnífico… – Las piernas no me tienen -manifestó con voz desmayada Antón-. No puedo tenerme derecho, Jacek… La puerta se abrió chirriante, y en la celda entró Zajarkin, el jefe de los celadores. – ¡Prepararse para salir al patio! ¡Vivo! Al ver a Antón preguntó: – ¿A dónde va ése?, ¿a pasear?- A pasear -le respondió Dzerzhinski. – ¿Resulta que no puede ir de su pie a los interrogatorios y ahora quiere pasear? -dijo Zajarkin y salió de la celda sin cerrar la puerta. Antón no podía tenerse de pie: le daba vueltas la cabeza y se le doblaban las rodillas. El plan de Dzerzhinski -sacarlo a pasear sosteniéndole por la cintura- resultaba irrealizable. Había que encontrar sin la menor dilación otra salida, pues Zajarkin hacía ya formar a los reclusos en el pasillo y toda demora encerraba el peligro de hacer tarde al paseo. A Antón le temblaban ya los labios: era la segunda vez en un mismo día que se veía forzado a despedirse de su ilusión de salir al patio. – Tranquilidad, Antón -le dijo Dzerzhinski-, todo se arreglará ahora mismo. Siéntate en el camastro. – ¿Para qué? – ¡Siéntate, te digo! Su voz sonó rigurosa, casi conminatoria. Era imposible desobedecerla. – Ahora agárrate a mis hombros. No, no te agarres al cuello, sino a los hombros. Trae aquí las piernas. ¿Te sujetas bien? – Sí… – Agárrate, me levanto… – Estoy bien agarrado. Dzerzhinski se enderezó, con Antón a cuestas. – Te vas a herniar, Jacek -protestó Antón-, lo que se te ha ocurrido es una locura. – No te muevas -le aconsejó Dzerzhinski. Dzerzhinski salió al pasillo llevando a cuestas a Antón, que estaba lívido, pero se sentía feliz. Los reclusos, formados ya en dos filas grises, no vieron en el primer instante, en la penumbra del pasillo, la carga que su compañero llevaba. Pero, cuando se dieron cuenta, ambas filas se estremecieron, oscilaron, se movieron, y de nuevo quedaron inmóviles: Zajarkin corría hacia los reclusos, gritando: – ¡Fir-mes! ¡Alineación… derecha! Seguían al celador jefe el director y el subdirector de la cárcel. Aquello no auguraba nada bueno: ambos funcionarios se dejaban ver muy rara vez a tal hora del día. Dzerzhinski se hallaba en el flanco izquierdo. Los funcionarios habían aparecido por el derecho y se detuvieron en él, pasando revista a los reclusos. – No tema, camarada -dijo a Dzerzhinski el recluso que estaba a su lado, un médico muy fornido, de lacio bigote-, no le dirán nada. No se atreverán. – Atreverse sí que se atreverán -Dzerzhinski se sonrió-, pero no me da miedo. Vamos a ver. Antón era alto y huesudo, por lo que llevarle a cuestas resultaba muy fatigoso, a pesar de su delgadez. Dzerzhinski mismo estaba muy débil después de tantos meses de cárcel y, con aquella carga, apenas podía tenerse de pie. El sudor bañaba su rostro, y el corazón le latía desacompasadamente. Pero los funcionarios se movían con tanta lentitud, que se le antojaba que habría de permanecer toda una eternidad en aquel pasillo húmedo y penumbroso, con su compañero a cuestas. ¡Si, a lo menos, Antón no estuviera tan nervioso! El director de la cárcel examinaba a cada recluso y lo cacheaba personalmente: durante los paseos, los reclusos solían pasarse cartas, esquelas y hasta libros, y el director había declarado la guerra a aquello. Por el momento no había encontrado nada, y eso lo enfurecía. Si el cacheo resultaba infructuoso, quedaría en ridículo.

Cuantos menos reclusos quedaban por cachear, tanto más se exasperaba el director de la cárcel. Dzerzhinski veía ya su pálido rostro rasurado, prominente napia, cejas angulosas y pronunciada barbilla y las puntas del almidonado cuello de su camisa, que asomaban del uniforme. – ¿Por qué, me permito preguntarle -vociferaba-, le faltan botones? ¿Es que no conoce usted las reglas? ¡Pues yo se las enseñaré! ¡Zajarkin, métale tres días en una mazmorra! Embalado ya, encontraba algo que le parecía mal en la ropa o en la conducta de cada recluso: uno no se había cuadrado debidamente, otro se sonreía con descaro, otro tenía las manos en los bolsillos, otro se había atrevido a pedir las gafas que le habían quitado en el interrogatorio…- ¿Qué quiere decir eso de que las han quitado? – El juez instructor me quitó las gafas para hacerme confesar -dijo el recluso que hacía cuatro a partir de Dzerzhinski, un hombre de rostro fino e inteligente-, y sin gafas no veo nada. Le ruego que me devuelvan las gafas…Pero el director de la cárcel ya no le escuchaba. Había visto a Dzerzhinski y se dirigía hacia él, acompañado del subdirector, un joven de cara granujienta. – ¿Qué significa esto? -preguntó el director, entornando los ojos-. ¿Es una broma o qué? ¡Cuádrense en seguida los dos -vociferó-, en seguida! – Ya sabe usted que mi camarada está enfermo – replicó Dzerzhinski- y no puede tenerse de pie. – ¡Cállese! -bramó el director-. ¡Cuádrense ustedes! – Pero si él no puede… -objetó Dzerzhinski. – ¡Silencio! -mugió el director, todo congestionado, perdidos los estribos-. ¡A la celda! ¡Lo prohíbo! ¡Zajarkin! Por haber sacado sin autorización… por haber sacado sin autorización de la celda… Se le trabó la lengua y se olvidó de lo que quería decir. En aquel instante se oyó de pronto en el pasillo la sonora voz de Antón: – ¡Verdugo! ¡Te fusilaremos de todos modos! ¡Verdugo! No se sabe lo que hubiera ocurrido si a Antón no le hubiese dado en aquel instante un golpe de tos, tan fuerte que se soltó de los hombros de Dzerzhinski y, lívido, inconsciente, cayó cabeza abajo sobre las desgastadas losas del pasillo. Pero el médico que se hallaba al lado de Dzerzhinski evitó rápido que se golpeara la cabeza contra el piso y lo tomó en sus brazos. Zajarkin agarró al médico de un brazo y lo apartó de Antón. El médico se desasió violentamente. Antón seguía tosiendo. De su boca fluía un hilo de sangre. – ¡Atrás! ¡A formar! -gritó con voz estentórea el director de la cárcel y desabrochó la funda de la pistola-. ¡Al sitio! El médico se hallaba ya de rodillas al lado de Antón. Zajarkin volvió a tirar de él, asiéndole por un hombro. – ¡Apártese! -le gritó Dzerzhinski-. ¡Largo de aquí! – ¿Qué es eso? -preguntó desconcertado Zajarkin, y empuñó su revólver. – ¡Todos a formar! ¡Atrás! -seguía vociferando el director-. ¡Atrás o disparo! La formación había dejado de existir. La formación se había roto súbitamente. Los reclusos rodeaban, en tres grupos, al director, al granujiento subdirector y a Zajarkin. Alguien gritó con frenética voz, aguda: – ¡Camaradas, muerte a los verdugos! Una palidez cenicienta cubrió el semblante de Zajarkin. – ¡Guarda el revólver, canalla! -le dijo Dzerzhinski-. ¡Escóndelo, si no quieres que te maten! A la izquierda, aquella voz rabiosa y fina, seguía chillando como ebria: – ¡Muerte a los verdugos, camaradas! ¡Muerte a los verdugos!… No se mató a nadie. El director, el subdirector y Zajarkin se retiraron precipitadamente. Les dejaron salir y se marcharon. Obedeciendo a Dzerzhinski, los reclusos volvieron a sus celdas. A Antón lo llevaron a su camastro, y el médico se sentó al lado. La cárcel enmudeció. Estuvieron hasta la noche esperando represalias, pero no las hubo. Apareció Zajarkin, suave como un guante, y se mostró tan cortés que hasta preguntó, por la mirilla, qué tal se sentía Antón. – Ahora, mejor -le respondió, también muy cortésmente, Dzerzhinski-. Muchas gracias por su interés. Pero Zajarkin no se apartó de la mirilla, que dejaba ver tan sólo su boca, rodeada de pelo. La boca aquella dijo:- Hay enfermedades terribles… Dzerzhinski no supo qué contestarle.

Al anochecer, Antón se sentía ya mejor. Su flaco rostro parecía más chupado y se había puesto más gris aún que antes; tenía los ojos muy hundidos y los labios resecos y agrietados. – Hemos dado un buen paseo, ¿verdad, Jacek? – preguntó, procurando esbozar una sonrisa. – Mañana pasearemos -respondió impasible Dzerzhinski. – ¿Tú crees? – Estoy seguro. Estaba de pie ante Róssol, esbelto, alto, y emanaba una fuerza tan serena, que el enfermo quedó convencido de que al día siguiente pasearían, de que nada podría hacerle cambiar de decisión y saldrían al patio costara lo que costase. Aquella noche, Róssol durmió tranquilamente por primera vez en muchos meses. A la mañana siguiente, Dzerzhinski, como si nada hubiera ocurrido, le ayudó a vestirse y, cuando Zajarkin abrió la puerta de la celda y llamó al paseo, cargó con él y se unió a la formación. El director de la cárcel no estaba; desde el día anterior no se había dejado ver. Zajarkin aparentaba que no le importaba nada Dzerzhinski, ni su carga, ni nada que no fuera el paseo. No miraba a los reclusos a la cara y, los ojos puestos en el suelo, gritaba: – ¡Hay que llevar el paso! ¡No arrastrar las cadenas! ¡Silencio en las filas! ¡Vuelta a la derecha! ¡Despacio en las escaleras! Acompañados del ruido de sus pisadas y del metálico sonido de los grilletes, los reclusos iban por pasillos, escaleras y otra vez pasillos hacia el patio de la cárcel. – ¿Pesa mucho? -preguntó quedamente el médico a Dzerzhinski. – No importa, ya me iré acostumbrando – respondió Dzerzhinski. Bajaron el último tramo de las escaleras, cruzaron el último pasillo y salieron al patio adoquinado. Lucía el sol, y el día era tibio, casi caluroso. Florecían aún los castaños, y blancas candelas piramidales embellecían sus ramas. Zajarkin, caminando hacia atrás, iba delante de la primera pareja y gritaba, moviendo las manos como un director de orquesta: – ¡Guardar la distancia! ¡Tres pasos de intervalo! ¡Orden, orden, hijitos, si no queréis que os zurre! ¡Silencio! Se estaba allí tan bien, que aquellas necias voces de Zajarkin no estorbaban. Calentaba el sol. En medio del patio zureaban unas palomas. Soplaba el viento, un auténtico viento de primavera. Dzerzhinski sudaba a mares, pero no se daba cuenta. Al tiempo que el sonido de los grilletes y el ruido que producían al pisar cientos de botas, oía el jadeante susurro de Antón, sus entrecortadas palabras, rebosantes de gozo: – ¡Jacek, mira los castaños! ¿Ves los castaños? ¡Hierba! ¡Mira, crece entre los adoquines! ¡Mira a la izquierda, mira qué hierba tan verde! ¿Estás cansado, Jacek? ¿Te fatigas? ¡Mira qué paloma tan gorda! ¿Cómo puede volar con tanto peso? Róssol parecía haberse quitado unos años de encima. Y todos en torno parecían rejuvenecidos y como atontados. Por todas partes se oían exclamaciones entusiasmadas: – ¡Sí, la vida es la vida! – ¡La naturaleza! ¡Con eso está todo dicho! – ¡Madre mía, cómo calienta el sol! – ¡No calienta ni para ti ni para mí! – ¡Qué tiempo tan hermoso! Dzerzhinski se ahogaba, y un velo le nublaba los ojos. No oía nada que no fueran los tumultuosos latidos de su corazón y las palabras que Antón le susurraba al oído. «Hay que aguantar -pensaba-, no debo caer, con Antón, en medio del patio». Y no cayó. Terminaron los quince minutos. Zajarkin hizo sonar su silbato y dio la orden de volver a las celdas. Dzerzhinski tenía que subir a Antón al cuarto piso y llevarlo aún por los pasillos… Desde aquella mañana, cada día sacó a Antón a pasear al patio. Aquel verano estropeó mucho su corazón. Pero ¿acaso Dzerzhinski prestaba atención alguna vez a tales pequeñeces? Se sabe que alguien dijo de él: «Si en toda su vida consciente Dzerzhinski no hubiera hecho nada más que lo que hizo por Róssol, eso bastaría para que los hombres debieran alzarle un monumento».

Fuentes:

Dzerzhinski y Rossol/Yuri Guerman

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