¿Por qué la guerra ha sido el «modus vivendi» de los EE.UU. desde 1945 hasta nuestros días?

Manuel Medina

Durante los 75 años transcurridos después del final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos no ha dejado de estar embarcado ni por un solo instante en numerosos y variados conflictos bélicos. ¿A qué tipo de fenómenos obedece esa compulsiva vocación bélica de los Estados Unidos? No pocos comentaristas políticos internacionales lo han atribuido a una suerte de errático comportamiento psíquico de sus presidentes. Sin embargo, tal hipótesis no puede resultar menos que inaceptable… En este artículo, nuestro colaborador Manuel Medina no sólo analiza el comportamiento histórico de la élite que dirige el llamado «complejo militar-industrial» norteamericano desde la Segunda Guerra Mundial y la posterior «Guerra Fría», sino que apunta además hacia los peligrosos derroteros por los que está transcurriendo la política exterior norteamericana de Joe Biden (…).

Las guerras -y más en los tiempos que corren – constituyen una catastrófica e inmensa pérdida de vidas humanas y, también, de recursos. Esa es una de las razones por las que los pueblos, que conservan la memoria de sus dramáticas consecuencias, suelen oponerse a ellas.

Sin embargo, no parece suceder algo similar con los presidentes de los Estados Unidos. Desde el año 1945 hasta la fecha, todos ellos aparecen comprometidos en conflictos militares de mayor o menor intensidad. ¿Por qué? ¿Cuál puede ser la razón que suscita una extraña pulsión bélica por parte de los sucesivos presidentes estadounidenses?

No pocos comentaristas políticos han intentado encontrar en cuestiones de carácter psicológico la respuesta a esta enigmática interrogante. Durante la presidencia del George W. Bush, por ejemplo, algunos llegaron a creer que Bush junior obedecía una suerte de mandato imperativo de ir a la guerra para completar el trabajo que había iniciado su padre durante la anterior Guerra del Golfo. Otros, en cambio, opinaban que el presidente estadounidense había calculado que se trataría de una guerra corta y exitosa, que le podría garantizar un segundo mandato en la Casa Blanca.

La realidad, en cambio, es que el interés de Bush en desencadenar aquella guerra tenía poco o nada que ver con sus manías megalómanas o con supuestos trastornos psíquicos. La explicación de la actitud de aquel peculiar presidente estadounidense obedecía a razones mucho más pragmáticas y que no dependían de forma exclusiva de su voluntad.

LA GUERRA COMO MOTOR DE LA ECONOMÍA

La verdad es que hablando en plata, el sistema capitalista estadounidense ha trabajado siempre para hacer que un número de privilegiados extremadamente ricos, se conviertan en aún más ricos. Veamos qué nos dice al respecto la historia esquemática del último siglo.

A principios del siglo XX, los industriales estadounidenses hicieron una contribución crucial a la automatización del trabajo, gracias a nuevas técnicas como la cadena de montaje. Esta última estrategia productiva, conocida como «fordismo», fue una innovación introducida por Henry Ford en sus fábricas de automóviles. Partiendo de ella, la productividad de las grandes empresas estadounidenses se multiplicó espectacularmente.

Por ejemplo, ya en la década de 1920, un gran número de vehículos empezó a salir cada día de las líneas de montaje de las fábricas de automóviles en Michigan. Pero, ¿qué sectores sociales norteamericanos se podían permitir el lujo de adquirir aquellos automóviles que salían de las fábricas como si de churros se tratara? En la década de los años 20, la mayoría de los estadounidenses no disponían aún de condiciones económicas que les permitieran realizar tales adquisiciones.

Simultáneamente a la producción en cadena de automóviles, otros productos industriales comenzaron también a inundar el mercado. El resultado de aquella avasalladora sobreproducción fue la aparición del fenómeno de la «desamornización» crónica entre una oferta cada vez mayor y una demanda que continuó siendo extremadamente raquítica. Así fue como se produjo la crisis económica mundialmente conocida como la «Gran Depresión», de la que la caída de la Bolsa de Valores fue tan solo su expresión financiera.

En realidad, la enorme hecatombe no fue más que el resultado de una crisis de sobreproducción. Los almacenes estaban repletos de productos sin vender. Y las fábricas, atrapadas por una crisis de venta, despedían a millones de trabajadores.

1939: LA OLIGARQUÍA NORTEAMERICANA DESCUBRE QUE «LA GUERRA ES UN GRAN NEGOCIO»

Sin embargo, a lo que los economistas e historiadores del Sistema no suelen otorgarle mayor relevancia es al hecho de que los Estados Unidos sólo lograron salir de la «Gran Depresión» con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. De forma automática, la demanda económica creció espectacularmente en el mismo instante en el que se inició la Segunda Guerra Mundial, en la que Estados Unidos sólo llegó a participar activamente a partir de 1941, pero que desde el mismo comienzo de la guerra en 1939 se convirtió en suministradora de recursos y armamentos destinados a los contendientes de uno y otro bando. Cuando en 1941 los Estados Unidos ingresa en las filas de los países beligerantes, la industria norteamericana se pone en movimiento y comienza a producir cantidades ingentes de materiales de guerra, dejando definitivamente atrás los efectos de la gran crisis económica de 1929.

Entre 1940 y 1945, la Administración estadounidense gastó no menos de 185 mil millones de los dólares de entonces, en equipamientos bélicos. La participación del gasto militar en el PNB pasó de un 1,5 millón de dólares en 1939, a un 40% más en el año 1945.

La industria estadounidense suministró, igualmente, cantidades enormes de material bélico a los británicos e, incluso, a los propios soviéticos, a través de Lend-Lease. La orgía de gastos militares de Washington no sólo permitió alcanzar el pleno empleo, sino también ofrecer los salarios más altos que se habían conocido hasta entonces. Fue en el curso de la Segunda Guerra Mundial cuando se terminó con la miseria generalizada provocada por la Gran Depresión. La mayoría del pueblo estadounidense alcanzó niveles de prosperidad hasta ese momento desconocidos.

Pero, en realidad, los grandes beneficiarios de aquel auge económico provocado por la guerra habían sido las grandes Corporaciones. Entre 1942 y 1945, escribe el historiador Stuart D. Brandes, las ganancias netas de las 2.000 empresas estadounidenses más importantes fueron un 40% más altas que durante el período 1936-1939.

Ese «auge de las ganancias» fue posible, explica Brandes, porque el gobierno estadounidense ordenó la inversión de miles de millones de dólares en equipo militar, sin que los precios de estos se vieran sometidos a ningún tipo de control . Tampoco los beneficios fueron controlados por regulaciones de carácter legal. Esta magnánima «prodigalidad» benefició en general a toda la comunidad empresarial estadounidense. Pero de forma particular se vio beneficiada una reducida élite de grandes Corporaciones integradas en lo que suele llamarse la «América corporativa».

Durante la Segunda Guerra Mundial, menos de 60 empresas obtuvieron el 75% de todos los lucrativos pedidos militares y estatales. Grandes empresas como la Ford, IBM, etc., se convirtieron en los «cerdos de la guerra», según la expresión utilizada por Brandes, que se amamantaron de los grandes gastos militares que tenían su fuente originaria en los presupuestos del Estado.

Ante este «orgiástico festival» de beneficios surge una interrogante clave. ¿Cómo logró la Administración norteamericana financiar la guerra? ¿Cómo pudo Washington pagar las altas facturas presentadas por empresas como la General Motors, la ITT y otras, que se habían encargado de producir aquellos costosísimos equipos bélicos?

Teniendo en cuenta cual es la idiosincrasia económica del Sistema norteamericano, la respuesta parece evidente. Una parte – alrededor del 45 por ciento– se financió a través de la aplicación de impuestos. Pero mucho más -alrededor del 55%– a través de préstamos. Fue esta una de las razones por las que la deuda pública norteamericana se multiplicó drásticamente pasando de 3 mil millones de dólares, en 1939, a no menos de 45 mil millones en 1945.

Teóricamente, esta enorme deuda debería haber sido reducida, o completamente eliminada, a través de la imposición de impuestos al Capital. Las empresas estadounidenses se habían servido de la guerra para cosechar gigantescos beneficios. En consecuencia, debía colegirse que estarían obligados a pagar su correspondiente contribución a través de cargas fiscales. Pero no fue así. La Administración estadounidense no sólo no aplicó especiales obligaciones impositivas a las ganancias extraordinarias obtenidas por las Corporaciones americanas, sino que hizo que fuera la deuda pública y los intereses de los préstamos los que se encargaran de pagar las facturas de guerra contraídas con los grandes consorcios empresariales.

Según el historiador estadounidense Sean Dennis Cashman, la carga económica para financiar la guerra “cayó pesadamente sobre los hombros de los sectores sociales más pobres y débiles de la sociedad norteamericana, a través de los impuestos directos e indirectos«.

El pueblo estadounidense, embargado entonces por la preocupación de la guerra y deslumbrado igualmente por los encandilantes destellos del pleno empleo y los altos salarios, asumió la estafa en todas sus dimensiones. No sucedió lo mismo con los adinerados multimillonarios norteamericanos, que fueron muy conscientes de la maravillosa forma en la que la guerra se había convertido en una eficaz herramienta para llenar sus alforjas y las de sus respectivos negocios.

Por su parte, los grandes industriales y ejecutivos aprendieron durante aquellos años una importantísima lección que en la actualidad no sólo no han olvidado, sino que tienen muy en cuenta a la hora de instrumentalizar sus enseñanzas a través de sus lobbies: la guerra es un gran negocio del que se pueden obtener pingües beneficios.

 

HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE UN «NUEVO ENEMIGO»

En la primavera de 1945 ya era obvio, en efecto, que la guerra había sido una inagotable fuente de ganancias para el complejo militar-industrial estadounidense. Pero también era una evidencia a esas alturas que el enfrentamiento bélico iba a concluir muy pronto. La interrogante a dilucidar era qué ocurriría a partir de entonces.

Entre los economistas y politólogos norteamericanos de entonces, se suscitaron muchas polémicas sobre aquel momento crucial. No pocas voces anunciaban panoramas catastróficos para la gran industria norteamericana. Con el retorno de la paz aparecía simultáneamente el espectro de una nueva y calamitosa «desarmonización» entre la oferta y la demanda. Esa perspectiva encogía los esfínteres tanto de la élite de los grandes industriales y banqueros como de sus representantes políticos en las instituciones. El recuerdo de la «Gran depresión» los hacía estremecer.

De confirmarse aquellos oscuros augurios, millones de asalariados serían nuevamente arrastrados a las filas del paro. La paz coincidía , además, con el retorno a sus hogares de millones de ex combatientes, que lógicamente demandarían un merecido puesto de trabajo.

Pero a los empresarios estadounidenses les preocupaba menos si las filas de desempleados iban o no a engordar. Lo que realmente les inquietaba era contemplar el irremediable final de aquella «Belle Epoque» de grandes beneficios, así como el retorno a la intensa conflictividad social que Estados Unidos ya había conocido en la década de los 30, y que podría poner en solfa al propio sistema económico imperante. La vuelta al fango de los años 30 resultaba inadmisible para todos. Por ello la clase hegemónica norteamericana se aprestó a intentar evitar una posible hecatombe que retrotrajera al país a los años de la «Gran Depresión».

Para la elite dirigente estadounidense la experiencia acumulada a lo largo de la Segunda Guerra Mundial parecía indicar el camino a seguir. Con toda urgencia se necesitaban nuevos «enemigos» y terroríficas «amenazas» que crearan un clima político adecuado que sirviera para aglutinar a una amplia base social entorno a un consenso que reforzara sus proyectos.

Por suerte, entonces existía la Unión Soviética, un país exhausto que había soportado sobre sus espaldas la mayor parte del peso y los muertos de la Segunda Guerra Mundial. Era cierto que había sido el más sólido aliado de los Estados Unidos en su guerra contra la Alemania nazi. Pero reunía, igualmente, otras condiciones idóneas que podían convertirlo en el «enemigo ideal». La Unión Soviética estaba regida por un sistema social, político y económico que se encontraba en flagrante contradicción con el denominado «american way of life».

No pocos historiadores norteamericanos de nuestros días reconocen 75 años después – «a buenas horas, mangas verdes» – que el estado catastrófico en el que salió la URSS de su guerra contra la Alemania nazi era tal, que resultaba imposible considerarlo como un competidor serio frente a unos Estados Unidos pujante, cuyo territorio no había sido afectado por el conflicto y que, por si fuera poco, disponía del arma más letal de la historia: la bomba atómica.

Sin embargo, para lo que ya era el «complejo militar-industrial» norteamericano resultaba cuestión de vida o muerte la «construcción» de un nuevo «monstruo» para consumo del americano medio, que no sólo pudiera ser utilizado para hacer cundir el pánico entre los estadounidenses sino, sobre todo, para justificar la implementación de un gigantesco presupuesto bélico que engrasase los ejes de la economía estadounidense.

RENOVAR LA GUERRA FRÍA

En el curso de las siguientes décadas, el complejo militar industrial estadounidense logró con la exhibición histérica del espantajo de la «Guerra Fría», la financiación de sus vertiginosos gastos militares a través de préstamos, aunque ello condenara al país a elevar su deuda pública hasta altitudes casi cósmicas.

Las cifras y porcentajes que se manejaron durante la «Guerra fría» tienen un proporcional y asombroso parecido con las que se produjeron en la década de los 30-45 del siglo pasado. En el año 1945, la deuda pública norteamericana alcanzó los 258.000 millones de dólares. Pero en el año 1990, fecha en la que concluyó la «Guerra Fría» con la desaparición de la Unión Soviética, se alcanzó la escalofriante cifra de 3,2 billones de dólares. Los Estados Unidos se convirtió, pues, en el país con la mayor deuda pública mundial.

Una vez más, la Administración norteamericana no sólo no cubrió los costes de la «Guerra Fría» con impuestos a las grandes empresas que habían sido las autenticas beneficiarias de la misma, sino que según indican los datos oficiales, el 37% de las multinacionales estadounidenses, y más del 70% de aquellas que contaban con inversiones extranjeras, no tuvieron que pagar ni un solo dólar en impuestos en el año 1991, el momento en el que implosionó la URSS .

De esta forma, los grandes beneficios generados a través de la fabricación y venta de armas durante la «Guerra Fría» se concentraron en esos sectores privilegiados y los costes fueron implacablemente «socializados» en perjuicio de la mayoría de los norteamericanos. En el curso de la «Guerra Fría», la economía estadounidense fue sometida a una durísima redistribución reaccionaria de la riqueza, que no sólo afectó a la clase trabajadora de ese país, sino que también descalabró la tradicional estabilidad de sus clases medias.

Mientras que en el curso de la Segunda Guerra Mundial la economía estadounidense había experimentado una modestísima redistribución progresiva en forma de puestos de trabajo y salarios, en las seis décadas que duró la «Guerra Fría», los multimillonarios norteamericanos se hicieron aún más multimillonarios. Cuando en 1989 desapareció la Unión Soviética, 31 millones de norteamericanos ya eran pobres de solemnidad y sólo un exiguo 1% de la población poseía el 34% de toda la riqueza del país.

EPÍLOGO

Hoy, la economía norteamericana atraviesa uno de sus peores momentos de todo el siglo XXI. Resulta perfectamente constatable que el sistema político-económico estadounidense no está proporcionando ya los resultados deseados que en forma de beneficios había garantizado en el pasado.

Mientras nuevos competidores económicos internacionales le están creciendo por doquier, como si de setas se tratara, el dólar como moneda de referencia mundial empieza a ser cuestionado incluso por sus propios y más estrechos aliados.

A estas alturas de nuestro relato, ¿ha detectado ya el lector cuáles son las razones por las que el llamado «complejo militar-industrial estadounidense» esté demandando, a través de la política exterior de nuevo presidente Joe Biden, la urgente «recreación» de una nueva «Guerra Fría»?

Notas:

(*) Blibliografia y datos históricos extraídos de la obra de Jacques R. Pauwels historiador y politólogo, autor de ‘El mito de la buena guerra: Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial’ (James Lorimer, Toronto, 2002).

(**) Obviamente, y como es sobradamente conocido, las campañas bélicas de los Estados Unidos también se encuentran motivadas por la naturaleza esencialmente expansionista del imperialismo, expresada en la necesidad de apropiarse de una cantidad creciente de recursos naturales de otros países, «abrir» mercados para los productos de sus multinacionales y controlar zonas geostratégicas a nivel mundial para el mantenimiento de su dominio.

Fuentes:

https://canarias-semanal.org/art/30683/por-que-la-guerra-ha-sido-el-modus-vivendi-de-los-eeuu-desde-1945-hasta-nuestros-dias-audio

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