Salvador López Arnal
Para los amigos, einsteinianos por supuesto, Iñaki Álvarez y Jordi Mir Garcia, que tanto han hecho por la obra de Manuel Sacristán (1925-1985) y de Francisco Fernández Buey (1943-2012)
El interés del profesor Francisco Fernández Buey [FFB] por la obra de Albert Einstein (1879-1955) tiene un interesante recorrido y una larga historia, iniciada bastante antes de sus primeros trabajos de los años ochenta del siglo pasado publicados en la revista mientras tanto. Culminó ese permanente interés, 30 años después, en Albert Einstein. Ciencia y consciencia [1] y en Para la tercera cultura [2], sin olvidar las reflexiones contenidas en su texto de filosofía de la ciencia La ilusión del método [3]. El lector/a podrá comprobar en el índice nominal del segundo ensayo que, junto a Newton, Goethe y Sacristán, el creador de la teoría de la relatividad especial y la relatividad general es el científico o filósofo más citado.
Nos proponemos dar sucinta cuenta en estas breves notas de las aproximaciones del autor de Sobre Manuel Sacristán a la figura de Albert Einstein y a una de las teorías físicas y filosóficas más importantes del siglo XX y de la historia de la Humanidad, la teoría de la relatividad general. Celebramos en 2015 su primer siglo de existencia.
Tras el prólogo, la biografía político-científica de FFB, de subtítulo –“Ciencia y consciencia”- más que significativo, se abre con dos citas. La primera tiene al propio Einstein como autor: “Yo debía tener más bien la ilusión de que se pueden obtener cosas de las gentes mediante sermones razonables; se puede en tanto que no haya en juego ninguna pasión contra el contenido del sermón, condición que nunca se satisface en los campos verdaderamente esenciales. Pese a saber eso, aprovecho siempre la oportunidad de expresar mis convicciones respecto de temas generales, pues creo que las cosas van todavía peor cuando aquellos que aún tienen opiniones personales se callan”. Le acompaña un comentario de otro de sus grandes maestros, Betrand Russell: “Einstein no sólo era el científico más grande de su generación sino también un hombre sabio, cosa bastante diferente. Si los estadistas le hubiesen escuchado, el curso de los acontecimientos humanos habría sido menos desastroso”.
En el prólogo nos da cuenta FFB de la finalidad de su trabajo, de los motivos de su interés por la obra einsteiniana.
Se cumplían entonces, en 2005, cien años de la publicación, en Annalen der Physik, de los trabajos en que “Einstein dejó formulada la teoría de la relatividad especial”. Se cumplía también medio siglo de la muerte de un físico que fue unas cuantas cosas más que un físico. En los cincuenta años que habían transcurrido desde la publicación en 1905 “de aquellos artículos pioneros que cambiaron el curso de la física hasta la muerte de Einstein, en 1955, éste se había convertido en una leyenda en vida”. En los siguientes cincuenta años entonces transcurridos desde que nos había dejado hasta la fecha en que escribía, “esta leyenda no ha dejado de crecer” apuntaba FFB.
Era un caso insólito en la historia de la ciencia, una historia de la ciencia que él conocía muy bien (puede verse sus resúmenes, apuntes, recomendaciones y observaciones en sus materiales de trabajo depositados en la Universidad Pompeu Fabra), una historia “que de todas las historia de la historia era la menos amiga de las leyendas”. Al mismo tiempo, el caso Einstein era un caso que decía “mucho sobre un siglo que ha elevado a la ciencia a las más altas cumbres y ha convertido el pensamiento científico no sólo en compañero inseparable del pensamiento filosófico sino, hasta cierto punto, en parte sustancial de lo que se podría llamar sentido común ilustrado de la humanidad”.
Muy pocos personajes del pasado siglo, “incluidos aquellos políticos o humanistas que en vida fueron adorados por el gran público, habrán tenido el honor de ser honrados hasta tal punto por sus contemporáneos”. Cuando Einstein abandonó Alemania huyendo del nazismo para instalarse en los Estados Unidos, era ya una leyenda. “Su nombre aparecía en los principales medios de comunicación de todo el mundo con una frecuencia rara tratándose de un científico”. La cultura norteamericana contribuyó “aún más a hacer de él una leyenda fuera de los departamentos universitarios y de los laboratorios dedicados a investigar las leyes de la naturaleza”. En los últimos años de su vida, finalizada la II guerra mundial, “Einstein recibía más cartas y consultas que la mayoría de los personajes mediáticos de la época (incluidos políticos y humanistas). Le escribían físicos y estudiantes de secundaria; matemáticos y pedagogos; pacifistas y reinas; cónsules y filósofos; objetores de conciencia y abridores de ojos”.
Y lo que era más llamativo, insistía FFB: “le escribían y consultaban muchas personas de la calle que nunca le trataron personalmente ni le conocían apenas de nada”. Algunas de esas personas llegaron a levantar o ayudaron a levantar monumentos en sus pueblos. “Otras le preguntaban o le pedían consejo sobre los asuntos más variopintos: qué pensaba sobre la estado de la educación en la época; cómo se ve el mundo desde las alturas de la teoría de la relatividad; qué hay que hacer para convertirse en un buen matemático; qué relación hay entre ciencia y religión; cómo construir una cultura de la paz; por dónde empezar para lograr el establecimiento de un gobierno mundial en un mundo dividido; qué piensa un físico de la música; qué quería decir cuando decía que Dios no juega a los dados; o cómo veía un científico el socialismo (el “realmente existente” y el otro, aquel que algún día tendría que existir)”. Lo notable de todo ello, en opinión de FFB, es que Einstein, “que solía contestar con paciencia y dedicación la mayoría de las cartas que recibía y la mayoría de las preguntas que se le hacían (incluso aquéllas que cualquier otro hubiera considerado intempestivas)”, siempre pensó que era “un misterio indescifrable la causa por la que se le honraba tanto, se le consultaba tanto y se le solicitaba tanto”.
Cuando afirmaba que esa situación era un auténtico misterio “no lo decía por posar o por coquetería intelectual. Lo creía realmente así”. Estaba relacionada su respuesta con la modestia, con la humildad del científico, una de las virtudes que tanto FFB como su amigo y maestro Manuel Sacristán más valoraron. “Le parecía una paradoja el que un individuo como él, que se consideraba un raro, un extraño, un viajero solitario, un constructor de ecuaciones cuyo significado sólo entendía una minoría de los científicos contemporáneos, pudiera estar convirtiéndose en eso que ahora llamamos un personaje mediático”.
Lo fue sin duda. ¿Lo sigue siendo? Seguramente menos.
FFB recordaba la portada del Time. “Que, al acabar la centuria y hacer repaso de los grandes hombres que en el mundo han sido, la revista Time diera a Einstein el título póstumo de mente del siglo XX, entre tantos grandes nominados, se debe sin duda a su contribución, como físico, a la formulación de la teoría especial y general de la relatividad; teoría que, efectivamente, como se ha dicho tantas veces, cambió nuestra concepción del universo”. Pero se podía pensar que este título, sobre cuya justicia parecían coincidir por una vez el Agamenón y su porquero del machadiano Juan de Mairena, un texto muy querido y trabajado por FFB, “no se ha debido sólo a que Einstein haya sido un científico genial sino también a lo que él mismo aludía, modestamente, con la palabra misterio y que ahora sabemos que no era tal”.
Se podía pensar que ese reconocimiento, al acabar el siglo XX, medio siglo después de su muerte, se debía a que Einstein había sido un científico clásico de los que ya no –o apenas- quedaban. Es decir, “un científico-filósofo que sabe pensar en los problemas sustantivos de su ciencia, en las cuestiones de método y en las derivaciones más generales de las teorías que inventa, y a que ha sido, a la vez, un pensador que sabe que la ciencia es también una pieza cultural y que, sabiéndolo, anticipa (sobre todo en sus últimos años, justamente cuando se siente solo o en minoría) lo que podríamos llamar la primera autocrítica de la ciencia en un mundo en el que ésta, la ciencia misma, está mostrando ya su lado malo, su peor cara: la de la infatuación”. En este nudo se apoyó Sacristán para apuntar un aforismo muy del gusto de su amigo: “lo malo (éticamente hablando) de la ciencia actual es que es demasiado buena (desde una perspectiva epistemológica)”
Además de un gran físico, Einstein había sido también, como sabemos, “un científico particularmente sensible ante los problemas socio-políticos de su época” y, además de ello, un librepensador humanista. No escribió, nos recordaba FFB, “de forma sistemática sobre los asuntos que suelen ocupar a los filósofos licenciados, pero al contestar a preguntas y solicitudes de tantas personas distintas (entre ellas no pocos filósofos) legó a la humanidad pensante y sufriente un corpus de ideas y opiniones cuyo interés y pregnancia ha puesto de manifiesto el paso del tiempo”. También un filosofar pobre y desnudo, anclado en el conocimiento científico y en la sensibilidad humanista crítica ante una vida y una sociedad cada vez más complejas.
Este otro aspecto de la obra de Einstein, el de ser un librepensador muy libre en sus reflexiones, no siempre se había subrayado como convenía en opinión de FFB. “Pero al cabo del tiempo, cuando se hace el esfuerzo de reconstruir con calma lo que fueron sus ideas y opiniones sobre la guerra y la paz, sobre la condición humana, sobre la ciencia en su historia, sobre la responsabilidad del científico en la época de las armas de destrucción masiva, sobre la educación, sobre la religión, sobre el judaísmo y sobre el socialismo, se entiende mejor aquella atracción que el hombre Einstein producía y que él consideró siempre un misterio”.
FFB recordaba a continuación en el prólogo que empezó a trabajar sobre la obra del gran físico alemán antifascista mientras enseñaba metodología de las ciencias sociales en la Universidad de Valladolid en los años ochenta. Le interesaban entonces dos cosas: “su consideración teórica de la ciencia y la ambivalencia de su pacifismo”. Eran aquellos unos años “en los que, por una parte, la filosofía de la ciencia se separaba inequívocamente del positivismo y del neopositivismo y, por otra, sentíamos la posibilidad de una guerra librada con armas nucleares como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas”. Le parecía entonces que la concepción einsteniana de la ciencia y su pacifismo “constituían una excelente brújula para orientarse en tiempos de perplejidades ideológicas y de tinieblas”. Tal vez lo sigan siendo en estos momentos.
Publicó los resultados de aquella reflexión, como se señaló, en mientras tanto y luego, en italiano, en un libro titulado Albert Einstein filosofo della pace (Gangemi Editori, Roma, 1989). Casi simultáneamente, hizo de Einstein “tema principal para una memoria académica que pretendía moverse entra la filosofía de la ciencia en acto y la preocupación ético-política”. Pero por entonces, recuerda FFB, “empezaron a editarse los primeros volúmenes de The Collected Papers of Albert Einstein, con documentación nueva e inédita”. Tuvo que interrumpir “aquella reflexión a sabiendas de que la investigación en curso en la Universidad hebrea de Jerusalén y en la Universidad de Princeton iba a proporcionar una visión mucho más amplia, detallada y completa del hombre Einstein que la que habíamos tenido hasta entonces”. Por todo ello, agradecía a Miguel Riera, el director de la revista El Viejo Topo, la oportunidad que le había dado de volver “sobre aquel misterio que me sigue pareciendo fascinante para toda persona que se interese por la historia de las ideas”. Lo que seguía en este libro sobre ciencia y conciencia era un primer resultado de esa fascinación que él también sentía. A lo que añadía: ““Cuando en 1984 empecé a trabajar en este ensayo sobre Einstein pensaba dedicárselo a Manuel Sacristán para celebrar sus sesenta años. Siendo yo un joven estudiante de filosofía, Sacristán me hizo ver la importancia de Einstein no sólo como científico sino también como pensador influyente en el filosofar no-licenciado del siglo XX. Por desgracia, fui muy lento en la redacción del texto, o tal vez quise mirar demasiado el diente del caballo antes de regalarlo, como aconseja Juan Ramón Jiménez, y Sacristán murió antes de lo que esperábamos quienes le queríamos”.
Ahora, mejorado el texto, al menos así esperaba, lo dedicaba a su memoria, a la memoria de un gran filósofo amigo con el que tuvo tantos puntos de interés, de coincidencia y de coraje político y filosófico. Vayan entonces estas aproximaciones a la memoria de ambos.
PS. Una recomendación sin riesgo. Creo que tanto a Sacristán como a Fernández Buey les hubiera gustado un magnifico artículo de divulgación de Enrique Sacristán en Público: “ Diez preguntas para entender la teoría de la relatividad general de Einstein”. Me permito recomendárselo.
Notas:
[1] Francisco Fernández Buey, Albert Einstein. Ciencia y consciencia. Barcelona, El Viejo Topo, 2005.
[2] Francisco Fernández Buey, , Para la tercera cultura. Ensayos sobre ciencias y humanidades Barcelona, El Viejo Topo, 2013 (edicion de Salvador López Arnal y Jordi Mir Garcia)
[3] Francisco Fernández Buey, La ilusión del método, Barcelona, Crítica, 2004 (segunda edición con nuevo prólogo incorporado).
Fuentes: