Puso la ardiente llama
de su plateado mechero, regalo de su ex mujer, debajo de la oxidada cuchara.
Sus manos le temblaban.
Él sabía la causa de sus temblores, y aun que intentaba controlarlos
lo mejor que podía todo le temblaba. Llevaba un día sin pincharse.
El último pico fue la tarde anterior. Ese pico le costó conseguir
mucho, pero lo había pasado peor en anteriores ocasiones.
Una vez llegó a estar
cinco días sin meterse un pico. Pensó que no lo aguantaría.
Cuando consiguió el caballo, de un color marfil apagado, pensó
que moriría antes de poder inyectárselo, pero no fue así.
Enseguida hirvió
y apagó el mechero. Lo dejó encima de la mesita de noche.
Estaba carcomida, como carcomido estaba él.
Cogió la jeringa
y cuidadosamente introdujo su vida en ella.
Su vena se había
hinchado tanto a causa de la presión que ejercía la goma
sobre su brazo, que pensó que si la pinchaba estallaría y
su sangre mancharía la mugrienta habitación de aquel asqueroso
motel.
Pero no fue así.
No, la afilada aguja traspasó fácilmente su agujereada piel.
La traspasó como la había traspasado ya tantas veces en el
pasado, como la traspasaba, como la traspasaría siempre.
Un poco hacía atrás...
su sangre se mezcló con la heroína mediante una lujuriosa
danza que le ponía la piel de gallina.
Y todo hacía dentro.
Todo.
Se dejó caer hacía
atrás y se quedó tumbado sobre la cama mirando el amarillento
techo de la habitación. Sus manos fueron dejando de temblar a medida
que la droga surgía efecto.
Cerró los ojos y
se dejó llevar. Sintió como el caballo corría libremente
por sus venas. Galopaba por todo su cuerpo.
Y empezó a pensar.
Por su mente empezaron a
cruzar velozmente ideas, pensamientos. Uno de ellos le llamó la
atención.
Cada vez que se pinchaba
algo se moría más y más.
Nunca había sabido
que era. Sólo pensaba en los efectos maravillosos que la heroína
le provocaba.
Siempre pensó que
eran imaginaciones suyas.
¿Qué podía
morirse dentro de él?
Seguro que era uno mas de
los efectos de esa preciada substancia. Y es que era una sensación
tan fascinante que cada vez la llama se encendía más a menudo.
Era una sensación
tan agradable que con más frecuencia la fina aguja atravesaba su
dolorida piel.
No recordaba exactamente
cuando fue la primera vez en la que se metió heroína.
Recordaba que fue durante
una fiesta con sus amigos de la universidad.
Fue una fiesta genial, a
la que le siguieron otras muchas. Muchísimas, de las cuales sólo
recordaba el principio y poco más.
En aquella ocasión
iba acompañado de la que más tarde sería su mujer,
de la que ahora era su ex mujer.
Empezó a recordar
sus verdes ojos que tanto le habían fascinado en el pasado. Aun
le fascinaban, pero cuando se despertaba, aquella profunda mirada ya no
le acompañaba por las mañanas.
Los últimos años
de su corto matrimonio eran borrosos, sobretodo desde que le despidieron
de su trabajo una mañana gris de febrero. Desde entonces y hasta
ahora su vida había ido cayendo en picado.
Había perdido tanto...
Lo había perdido todo. Su trabajo sólo fue lo primero que
perdió. A este le seguirían una innumerable lista: sus amigos,
su mujer, su hermano, seguidamente su coche y después su casa. Y
todo por ella, la heroína.
Pero de aquello hacía
ya mucho tiempo y ahora no tenía ganas de ponerse a recordar aquellos
maravillosos días en los que tenía un buen trabajo y una
buena mujer que le esperaba despierta todas las noches.
Ahora su mundo se había
reducido a una inyección. Una inyección que le hacía
olvidar su situación. Su triste situación. Una inyección
de la cual dependía.
Esa inyección era
toda su vida. Era su mujer, era su trabajo, era su amiga. Lo era todo.
Ahora sólo quería
dejarse llevar. Dejarse llevar por los efectos de la droga.
Dejarse llevar hasta el
infinito.
Y mientras se dejaba llevar,
no se dio cuenta de que aquel viaje no tenía billete de vuelta.
Sí, iría al
infinito, pero no iba a regresar jamás.
Aquella era la última
vez en la que la llama se encendía.
La última vez en
que la aguja le traspasaría su machacada vena.
La última vez en
la que su sangre bailaría con la muerte.
La última.
Y fue entonces cuando se
dio cuenta de algo. Por fin había descubierto que era aquello que
se le moría dentro.
La vida.
Se le moría la vida.
Su vida.
Y ahora se daba cuenta.
Demasiado tarde. Era demasiado
tarde.
Abrió los ojos aterrorizado
por su último descubrimiento.
Por su mente no pasó
su vida ni sus recuerdos.
No tuvo tiempo. Sólo
una palabra cruzó su mente.
Muerte.
Respiró hondo y la
llama se apagó.
Y se apagó para siempre.