La miopía, el peor enemigo (historia de La Contrahecha)

Sucedió inadvertidamente. De pequeña siempre demostró una ligera dificultad en la escuela. Lo que los demás entendían a la primera, ella tardaba unos cuantos días en asumir. Aprender que dos y dos sumaban cuatro, le costó bastante, más que nada porque nunca se pasaba por la mesa de la profesora para preguntar dudas. Le daba vergüenza (y mucha, además).
Más adelante, cuando comenzaba a confundir la q con la o, se planteó la posibilidad de tener una ligera imperfección óptica, pero como tampoco es que se le presentara el problema a menudo (evidentemente, las palabras que utilizan la qu no son tan frecuentes, y es difícil confundirlas: oueso, oue, ouicio...), lo dejó estar.

El día que cumplía los 16, su madre decidió regalarle una visita al óptico. No por nada en especial (dejando aparte el día que descubrió una nueva dimensión culinaria, con las sardinas asadas al rico caramelo de azúcar, o cuando mojó los churros con sal...) sino por la idea práctica de hacerle un regalo útil y provechoso. El resultado de dicha visita fueron unas estupendas, discretas y juveniles gafas con la montura plateada, no muy grandes pero tampoco muy pequeñas, lo suficiente para que su campo de visión fuera un poco más amplio del que era.

Todo fue diferente a partir de entonces. Comenzó a percibir toda la realidad que la rodeaba. Esas pequeñas arrugas entre ceja y ceja, que se habían ido haciendo más profundas hasta que empezó a llevar gafas, los pequeños restos de comida entre sus dientes, que no había podido ver cuando se miraba al espejo... También empezó a comprender por qué a su vecina Josefa, con la cual muchas veces había compartido agradables tardes de café y tertulia, no la visitaba nadie, debido al abundante vello que poblaba su cara y que hasta entonces no habia sido sino un leve rastro neblinoso, que nuestra Miope apenas percibía. Y la compra empezó a ser más polémica, discutía con los tenderos sobre el género que éstos le vendían. Se acabó el aceptarlo todo sin más, porque ya se daba cuenta de que trataban de venderle la fruta picada, como habían hecho desde que ella iba a hacerle recaditos a su madre.

En definitiva, Miope comenzaba a vivir una verdadera vida, que ni siquiera antes había llegado a soñar. Y aún ocurrió algo que parecía mejorar aquella situación idílica. Su hermana mayor le habló de algo que ella sólo conocía de oídas: la discoteca, salir, conocer gente... ¡Habían abierto uno de esos locales de perversión, degradación y lujuria en el pueblo! Aquel mismo viernes a las seis de la tarde se plantaron en la discoteca con sus mejores modelos (de la hermana mayor, porque la pequeña nunca se preocupó por la ropa, ande yo caliente....) Su hermana, mucho más sociable que ella, y sin ninguna dioptría, le presentó a todos sus amigos y amigas. Y de entre todos, Miope encontró uno que se le metió en el corazón vía sus flamantes gafas: se enamoró, loca, perdida y casi ciegamente.

Comenzaron a quedar, primero en la discoteca del pueblo, más adelante se iban a tomar un helado, y ya entrado el otoño, cuando reabrieron el cine del pueblo, él la invitó a ir a ver una de ésas películas de entonces, con el león de la Metro abriendo paso a un desparramador guión, grandes actores y grandísimos decorados que desfilan a las espaldas de los protagonistas, montados en un coche que se zarandea levemente, como delantando los vaivenes de una carretera inexistente. Y justo entonces, aprovechando un leve descuido de Miope, él se aproximó a ella, y le dió un pico que le supo a poco, por eso se arrimó aún más, y le dió un besazo de tornillo, que casi le arranca a Miope sus empastes, de no ser porque la montura de sus gafas le impedía completar exitosamente la maniobra subversiva que tan brillantemente había emprendido. Ella se dió cuenta, especialmente porque a él se le quedó una marca en la cara, como cuando se le quedan a uno las sábanas pegadas a la cara, pero redonda, con la misma forma de la montura.

Así que, por el bien de su novio, empezó a no llevar gafas cuando iban al cine. Por otra parte, su relación con Pepe (que así se llamaba él) iba viento en popa, y ya pensaban en la boda, cuya celebración era inminente. Los preparativos que precedían a tan solemne acto incluían, cómo no, las típicas sesiones con el fotógrafo de moda. Y ya en la primera, le dijo el maestro de la cámara a Miope que hiciera el favor de quitarse las lentes para las fotos, porque no quedaba demasiado bien que se las hiciera con ellas puestas. De esta manera, su mirada intensa, profunda, directa, miope, quedó grabada para la posteridad en aquellas fotos en que ella miraba al objetivo con todas las fuerzas que su entrecejo le permitía.
Tras la boda, decidió que tampoco era tan necesario el llevar gafas. Ya estaban un tanto antiguas, y no hacían tanto efecto como antes. Así que las dejó abandonadas y relegadas al dominio del polvo en uno de los cajones de la cómoda del salón, heredada de algún familiar potentado.

Aquí comenzó todo un largo pero continuo periplo, hacia la decadencia y la marginación. Dejó de saludar a sus nuevas vecinas, con las cuales había fraguado una cierta amistad a base de intercambiar las recetas culinarias aprendidaspor ambas en el servicio femenino, y lo hizo más que nada porque no las veía. si se hubiese puesto las gafas, al menos las habría distinguido por el contorno que formaban sus cabellos permanentados al estilo afro. Pero no fue así, y estas personas deplorables y malvadas comenzaron a practicar su más habitual pasatiempo: hablar a las espaldas de los demás.

Con el tiempo, la gente comenzó a mirarla más y peor, día a día, con un profundo desprecio, tan profundo como la marca que se había asentado definitivamente en el entrecejo de Miope, que volvía a llevar la ropa con agujeritos, pequeños circulos quemados, y enganchones. Y los dientes repletos de pequeños restos de comida de días anteriores. La cara era cada vez más parecida a una paella en su punto, repleta de granos sin reventar, pero lo suficientemente hinchados como para que con una leve presión surja un poco del líquido que han ido absorbiendo durante su lenta pero constante elaboración. Sus vecinas cada vez le odiaban más, porque era cada vez más fea, y le pusieron el ingenioso pseudónimo de La Contrahecha; cuando iba por la calle y ellas estaban en el balcón, aprovechaban para regar las macetas y mojarle impiadosamente y con alevosía descarada. Cuando podían, le escupían en la ropa que ella tendía en el terrado, como el resto de vecinas, y si se les presentaba la ocasión, la descolgaban y la pisaban con furia, como quien machaca a pisotazos una cucaracha que se arrastra por el suelo que tú crees limpio e inmaculado.

Contaban historias atroces de ella. La gente decía que era una bruja depravada que quería envenenar a su marido para Dios sabe qué, ya que él era el que traía el dinero a casa. Pero ciertamente, lo estaba intoxicando poco a poco, cada vez que confundía la harina, para rebozar esas albondiguitas que a él tanto le gustaban, con el matarratas... Y aunque ella no lo hacía a propósito, él cada vez se cogía unos sudores y unas fiebres extrañísimas, que ella atribuía a sus estupendas artes culinarias, pero que nunca pudo comprobar, porque no le gustaban las albóndiguitas. Uno de estos días, Pepe decidió avisar al médico, ya que ella no veía los números del teléfono, y volvía a confudir el ocho con el cero, y así, y por derivación del total de circunstancias acaecidas a lo largo de la corta pero intensa vida conyugal que ambos disfrutaron, el médico decidió obviar el secreto profesional que se supone que debía mantener, ya que él también le tenía manía a La Contrahecha, y Pepe le daba pena, y se chivó a la comisaría local, que prontamente procedió a detener a La Contrahecha y llevarla al frío y feo calabozo, aunque ella sólo percibía el frío, a pesar de que pidió una manta, no se la quisieron dar, porque todos estaban espantados por su atroz y cruel crimen (no ver tres en un burro)

Hasta el abogado que le tocó (de oficio, claro está, porque ella no podía pagar a nadie, no tenía ni un duro) le tenía manía, e hizo todo lo posible porque la metieran en la cárcel, vamos, un desastre.

Y hasta aquí la triste historia de La Contrahecha. Como podemos ver la miopía es un enemigo oculto, que acecha a nuestras espaldas. Cuidaos la vista, pues.

Soledad Penadés Comadrán
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